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Caonabó, ordenada por su hermano, el Adelantado, sin su autorización, le
afectaba mucho. Tal vez eso era verdad en el presente. Pero el
descaecimiento que estaba devorando por dentro al Almirante ven�a de m�s
lejos, desde el d�a en que �l golpeara con su espada la madera del �rbol que
sosten�a la Cruz fundadora de Guanahan�. Recuerdo que el contragolpe del
hierro hachando el �rbol lo derrumbó sin sentido por varias horas. Y ahora a
ese mal se le hab�an sumado los efectos del ataque a traición de su hermano
Bartolom� contra el rey del Cibao, su principal aliado.
La versión del Adelantado daba como origen del hecho la negativa de
Caonabó a seguir pagando los altos tributos en oro y especies que le exig�a
el Almirante y que se negaba, adem�s, a desvelar el lugar de los fosos
excavados en la Monta�a de Oro donde se supon�a que se hallaba la mayor
mina de este metal en las Antillas, en todo caso dormidos y abandonados
desde hac�a miles de a�os. Alegaba tambi�n que hab�a descubierto una
conjura de Caonabó y los otros reyezuelos contra el Almirante y contra �l
mismo. Conjura de la que Anacaona era la promotora y el instrumento
principal.
Rold�n Xim�nez y Corval�n, que hab�an intervenido en la refriega,
dec�an que los primeros en atacar a Caonabó hab�an sido los propios caribes,
dado que este rey los hab�a traicionado y lo ten�an amenazado de
destrucción y muerte. Cuenta el capit�n Hojeda que cuando llegó con su
tropa armada, para defender a Caonabó, hab�an hallado a la reina Anacaona
atada a un �rbol, delante de su boh�o, salvajemente violada por varios
centenares de can�bales. El ataque de Hojeda produjo muchos muertos entre
los hombres de Caonabó y los de su cu�ado Behechio. Trajeron en rehenes
al rey del Cibao, a su mujer desangr�ndose y casi moribunda y a los dem�s
reyezuelos y caciques. Anacaona, puesta sobre un jergón en un erg�stulo en
el fuerte, murió esa misma noche asesinada de varias cuchilladas. El asesino
y los verdaderos móviles del crimen nunca fueron descubiertos de manera
cierta, lo que desvelaba a�n m�s al Almirante pero no le desvelaba el
misterio.
La confusión y el hervidero de rumores duraron por mucho tiempo. El
Almirante estaba sumido en una gran depresión. No dec�a una palabra, pero
bien se ve�a que se hallaba al borde de la muerte. Permanec� todo el tiempo
a su lado para atenderle y confortarle. Se hallaba sumido en un delirio febril.
Exhalaba gritos, injurias, daba órdenes de mando. En un momento de calma
me pidió que hiciera atender a Anacaona, olvidando que ella ya no era de
este mundo. Hacia el amanecer me dijo que antes de morir quer�a ver al
brujo del santuario de Yucahuguam�, el �dolo supremo de los ind�genas
antillanos. No hubo manera de disuadirle. Me mandó con palabras de
moribundo que fuese a buscarle. As� lo hice.
Con mil dificultades di con el santuario del �dolo cem�. No encontr� al
brujo. Entr� en el recinto brumoso y sofocante por el olor de las recinas y
bebedizos fermentados en grandes c�ntaros de terracota. Vi sobre un plinto
el gran tri�ngulo de piedra oscura del �dolo cem�. Me acerqu� a mirar su ojo
�nico de c�clope que reverberaba como fósforo en la penumbra. De s�bito el
cem� gritó fuerte y habló en su lengua con voz atronadora que parec�a sonar
bajo tierra o que ven�a hacia m� desde muy lejos.
El estupor me paralizó. En eso descubr� bajo el plinto una cerbatana o
trompeta que iba a un lado a�n m�s ocuro del santuario, cubierto de follaje.
Fui hasta ah� y me top� con el brujo que ten�a en la boca el embudo de la
trompeta. Descubr� entonces que todo el aparato del santuario era de
artificio. Salió el brujo, pintarrajeado de terribles colores, y me rogó con
insistencia que no dijese cosa alguna al reyezuelo de la isla ni a sus vasallos,
porque con aquella astucia ten�a �l a todos atados a su obediencia. Le ped�
que me acompa�ara para ver al Almirante. Por el camino le refer� que sufr�a
de un extra�o mal y le dije que �l le mandaba llamar para que lo asistiese.
Me siguió con bastante temor creyendo que se trataba de una treta
para matarle. Entró el brujo en la tienda dentro de la cual se hallaba el
Almirante delirando. Ordenó que le sacaran, le desnudaran completamente y
le pusieran sobre la tierra bajo un �rbol. Encendió una hoguera con ramas
secas que sacó de su bolso. De rodillas, en medio de la humazón arom�tica,
con gestos ceremoniales muy complicados, le auscultó todo el cuerpo desde
la cabeza a los pies, deteni�ndose principalmente en sus partes pudendas.
Se hab�a reunido en torno un ruedo de mucha gente. Los hombres del
fuerte y los ind�genas contemplaban el cuerpo jadeante que se retorc�a en
tierra bajo las manos del brujo. �ste, con se�as casi convulsivas, les hizo
retroceder. Luego, arrodill�ndose de nuevo, instiló su aliento en la boca, en
el pecho y en los o�dos del Almirante. Movió la cabeza con un movimiento
de negación o de duda. Despu�s dijo lentamente con entonación de
inexorable autoridad que el enfermo hab�a perdido por completo el zumo
necesario para vivir y que su sangre se estaba cuajando en la escarcha de la
muerte. Hab�a que alimentarle de inmediato pues la muerte ya alentaba en la
parte baja de su cuerpo y sub�a hacia el corazón y la cabeza. Se le preguntó
que clase de alimento hab�a que darle. Dijo que el �nico alimento que podr�a
hacerle revivir era la leche de una mujer reci�n parida.
No costó encontrar una pu�rpera ind�gena. Ella misma se acercó con
su ni�o reci�n nacido y ofreció sus senos cargados de leche. Era una mujer
joven, apenas adolescente, llena de vida y vigor. El brujo le ordenó que se
arrodillara y diera de mamar al enfermo. Con suavidad maternal ella
depositó al infante en el suelo; despu�s metió un pezón en la boca del Almi-
rante. La leche se derramó blanqu�sima sobre la barba. La mujer probó con
el otro pezón, y entonces el Almirante empezó a succionar anhelante como
si de verdad �l tambi�n empezara a probar el alimento vital por primera vez
en su vida. Poco a poco cesaron sus convulsiones. Fue adentr�ndose en el [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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