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-Debemos armarnos, ése es el primer paso-dijo Oswald incisivamente-. El
viejo se llevó nuestras varas. Wilbur, eso es trabajo tuyo. Busca
pedernales y haz hachas y rascadores para que podamos afilar varas.
Miraremos por aquí a ver si encontramos madera para varas y bastones.
-Pero, ¿para qué hacer varas y bastones?-preguntó Alexander-. ¿Por qué no
acudimos a ellos y les explicamos por qué estamos aquí? Estamos
cortejando, no cazando.
-Es el mismo asunto-dijo Oswald.
-Por supuesto que lo es-dije yo-. Debemos acercarnos lo más que podamos
sin ser vistos, y observar a la horda; Somos sólo cuatro, y ellos pueden
ser cuarenta. Nuestra tarea consistirá en seguirlos, y luego apoderarnos
de los rezagados si cambian de lugar; o hacer un incursión durante la
noche y llevarnos cada uno una chica, como las hienas.
Oswald asintió.
-Estoy de acuerdo con Ernest. No supondréis que ellos van a querer perder
sus mujeres, ¿verdad? A ellos no se les ha ocurrido ese disparate de que
no pueden emparejar entre sí. No les gustará gran cosa lo que nos
proponemos hacer.
Alexander lanzó un gruñido.
-Bueno, yo creo que es una forma muy tosca de ganarse el afecto de una
chica -pero comenzó a prestar su apoyo, como siempre, en los
preparativos. Sin embargo, al poco rato dijo, de pronto:
-Muchachos, ¿Habéis pensado si... bueno, si a las chicas les gustaremos?
-Claro que les gustaremos -dijo Oswald acremente, mientras preparaba la
punta de una cachiporra.
Al fin conseguimos equiparnos plenamente y pudimos continuar nuestro
avance. Marchábamos con gran cautela en contra del viento, para que no
pudiesen olernos, y no nos acercamos a ellos hasta la noche. Entonces
encontramos sitio para acampar. Al amanecer avanzamos amparados por la
niebla y nos situamos sobre una escarpadura en la que nos habíamos fijado
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ya antes por permitirnos dominar el lugar donde vivía la horda. Cuando
las nieblas empezaron a dispersarse, descubrimos que estábamos en
realidad casi directamente sobre ellos.
Vivían en la ribera de uno de los lagos que recorren Africa en una cadena
ininterumpida desde Etiopía al Zambeze. Su inmensidad grisazulada se
extendía hasta el horizonte, flanqueada por una serie de volcanes de
cuyas cimas brotaba incesantemente humo que se perdía en el pálido palio
del cielo azul. Pero no había ningún humo en el lugar donde estaba la
horda, debajo de nosotros, que desafiase a aquel otro. Un promontorio
flanqueado por ciénagas atestadas de papiros estaba salpicado de agujeros
excavados en el suelo, algunos toscamente techados con ramas de palma y
bambú. De cuando en cuando se veían entre ellos figuras acuclilladas de
color tostado; sólo el chip-chip del choque de pedernal contra pedernal
les proclamaba hombres-mono y no un grupo de chimpancés.
-No tienen fuego; no tienen cueva-dijo Oswald, con despecho.
-Y no tienen ni idea de cómo se trabaja el pedernal; ¡Escuchad! -exclamó
Wilbur.
-Y ésta es la clase de gente con la que debemos emparejarnos-gruñí yo-.
¡Vaya selección natural! -Volvía a brotar en mí la rabia contra Padre.
Al aumentar la luz, se hizo más patente lo sórdido de aquellas barracas
paleolíticas; pero Alexander dijo:
-No creo que sea tan malo como pensamos. Aquella chica me gusta bastante.
Y todos pudimos ver que una chica muy aceptablemente conformada había
salido de debaio de uno de aquellos pabellones y bajaba a la orilla del
lago a beber.
-¡Facofero! ¡Tienes toda la razón!-exclamó Oswald con súbito entusiasmo-.
¡Tiene cuartos traseros de hipopótamo! ¡Soberbio! Bueno, ¡quién podía
haber pensado en algo como eso!
-¡Hay otra!-dijo Alexander en entusiasmado susurro, y tenía razón.
Había surgido ahora una segunda y espléndida belleza rústica, y allí
estaba estirando los brazos y exhibiendo su busto mientras tomaba
profundas bocanadas de aire matutino. Cuando se dirigió a la orilla del
agua apareció siguiéndola otra majestuosa hembra de la especie, de tales
proporciones elefantinas que Oswald acalló justo a tiempo el silbido
lobuno que empezaba a brotar de los labios de Wilbur.
-Contrólate, so lemur -masculló Oswald, que devoraba también con la vista
a la muchacha.
-Bueno, ¿qué estamos esperando?-preguntó Wilbur-. Bajemos y cojamos una
cada uno.
-Fíjate en eso -dijo Oswald señalando; y descubrimos entonces una
inconfundible figura paternal, subhumana realmente, en líneas generales,
pero gorilesca en la anchura de hombros y en el desarrollo muscular, que
vigilaba incansable la base del promontorio, con un portentoso garrote en
la mano, alzando cada poco sus anchos ollares para olisquear la fresca
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brisa, y aun a aquella distancia podíamos oír los gruñidos que emitía,
que sólo podían tener un significado: no se admitían rivales.
-Ya veo, ya -dijo Wilbur, y nuestro ardor se aplacó notablemente al
contemplar a aquel centinela amenazador.
-Un ataque directo resultaría demasiado costoso -dijo Oswald-.
Retirémonos un poco y hablemos.
Nos retiramos para celebrar consejo de guerra.
-Yo voto por el ataque nocturno-dijo Oswald-. Irrumpiremos según
oscurezca, rugiendo como leones, cogeremos a una chica cada uno y nos
largaremos con ella antes de que el viejo reaccione. ¿Qué os parece este
plan?
Yo pensé un momento.
-Supongo que duerme con un ojo abierto. Tiene que hacerlo, con todas esas
chicas maravillosas a su alrededor. Además las chicas deben tener
hermanos que hacen guardia, y que dan la voz de alarma si oyen llegar
leones. Aunque lo consiguiéramos, en la oscuridad nunca sabríamos a cuál
cogíamos. Creo que nos interesan esas chicas, y no cualquier vieja que
podamos coger...
Todos mis hermanos asintieron vigorosamente.
-Claro, claro, tienes razón-dijo Alexander.
-Bien, ¿qué sugieres tú?-preguntó Oswald,.
-¿Y si pudiésemos llevar antorchas?-dijo Alexander.
-Sí, ésa es una buena idea-dijo Oswald-. Ese podría ser realmente el
sistema. El fuego tiene que asustarles como a cualquier otro animal.
Entraríamos con ramas ardiendo en la mano, elegiríamos a las chicas que
quisiéramos a la luz de las antorchas, y nos largaríamos antes de que la
horda se recobrase de su pánico.
Yo negué con un gesto.
-No, no resultaría. El volcán más próximo está a cincuenta kilómetros de
aquí y seguro que nos localizarían aproximándonos con las antorchas mucho
antes de llegar. Perderíamos así todo el elemento sorpresa, y aunque se
asustasen y huyesen, las chicas huirlan con ellos.
-De acuerdo-dijo Oswald-. Tienes razón. Ahora propón tú algo, Ernest...
si se te ocurre. Tal como enfocáis vosotros las cosas me parece que no
vamos a conseguir ninguna chica.
Pero yo había estado pensando, y se me había ocurrido un plan.
-Yo creo que hay un medio mucho más simple de conseguirlo-dije
lentamente-. Pensad: No tienen fuego, así que apenas pueden cazar piezas
grandes.
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Son más recolectores que cazadores. Eso significa que tienen que alejarse
mucho para conseguir comida bastante para la horda. Y eso significa que
las mujeres jóvenes salen con los hombres a coger conejos e insectos
mientras ellos persiguen antílopes. Supongo que se separan mucho unos de
otros. Propongo que dividamos toda la zona en cuatro territorios y que
cada uno de nosotros se adjudique uno. Luego, cuando un grupo entre en [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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