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de que ser es ser percibido. A lo que hay que añadir: y hacer que otro perciba al que es. Y así el viejo
adagio de que operar¡ sequitur esse, el obrar se sigue al ser, hay que modificarlo diciendo que ser es obrar
y sólo existe lo que obra, lo activo, y en cuanto obra.
Y por lo que a Schopenhauer hace no es menester esforzarse en mostrar cómo la voluntad que pone
como esencia de las cosas, procede de la conciencia. Y basta leer su libro sobre la voluntad en la
naturaleza, para ver cómo atribuía un cierto espíritu y hasta una cierta personalidad a las plantas mismas. Y
esa su doctrina le llevó lógicamente al pesimismo, porque lo más propio y más íntimo de la voluntad es
sufrir. La voluntad es una fuerza que se siente, esto es, que sufre. Y que goza, añadirá alguien. Pero es que
no cabe poder gozar sin poder sufrir, y la facultad de goce es la misma que la del dolor. El que no sufre
tampoco goza, como no siente calor el que no siente frío.
Y es muy lógico también que Schopenhauer, el que de la doctrina voluntarista o de personalización de
todo, sacó el pesimismo, sacara de ambas que el fundamento de la moral es la compasión. Sólo que su falta
de sentido social e histórico, el no sentir a la humanidad como una persona también, aunque colectiva, su
egoísmo, en fin, le impidió sentir a Dios, le impidió individualizar y personificar la Voluntad total y
colectiva: la Voluntad del Universo.
Compréndese, por otra parte, su aversión a las doctrinas evolucionistas o transformistas puramente
empíricas, y tal como alcanzó a ver expuestas por Lamarck y Darwin, cuya teoría, juzgándola sólo por un
extenso extracto del Times, calificó de «ramplón empirismo» (platter Empirismus), en una de sus cartas a
Adán Luis von Doss (de 1 marzo 1860). Para un voluntario como Schopenhauer, en efecto, en teoría tan
sana y cautelosamente empírica y racional como la de Darwin, quedaba fuera de cuenta el íntimo resorte, el
motivo esencial de la evolución. Porque ¿cuál es, en efecto, la fuerza oculta, el último agente del
perpetuarse los organismos y pugnar por persistir y propagarse? La selección, la adaptación, la herencia, no
son sino condiciones externas. A esa fuerza íntima esencial, se le ha llamado voluntad por suponer nosotros
que sea en los demás seres lo que en nosotros mismos sentimos como sentimiento de voluntad, el impulso a
serlo todo, a ser también los demás sin dejar de ser lo que somos. Y esa fuerza cabe decir que es lo divino
en nosotros, que es Dios mismo, que en nosotros obra porque en nosotros sufre.
Y esa fuerza, esa aspiración a la conciencia, la simpatía nos la hace descubrir en todo. Mueve y agita a
los más menudos seres vivientes, mueve y agita acaso a las células mismas de nuestro propio organismo
corporal, que es una federación más o menos unitaria de vivientes; mueve a los glóbulos mismos de nuestra
sangre. De vidas se compone nuestra vida, de aspiraciones, acaso en el limbo de la subconciencia, nuestra
aspiración vital. No es un sueño más absurdo que tantos sueños que pasan por teorías valederas el de creer
que nuestras células, nuestros glóbulos, tengan algo así como una conciencia o base de ella rudimentaria,
celular, globular. O que puedan llegar a tenerla. Y ya puestos en la vía de las fantasías, podemos
fantasear el que estas células se comunicaran entre sí, y expresara alguna de ellas su creencia de que
formaban parte de un organismo superior dotado de conciencia colectiva personal. Fantasía que se ha
producido más de una vez en la historia del sentimiento humano al suponer alguien, filósofo o poeta, que
somos los hombres a modo de glóbulos de la sangre de un Ser Supremo que tiene su conciencia colectiva
personal, la conciencia del Universo.
Tal vez la inmensa Vía Láctea que contemplamos durante las noches claras en el cielo, ese enorme anillo de
que nuestro sistema planetario no es sino una molécula, es a su vez una célula del Universo, Cuerpo de Dios.
Las células todas de nuestro cuerpo conspiran y concurren con su actividad a mantener y encender nuestra
conciencia, nuestra alma; y si las conciencias o las almas de todas ellas entrasen enteramente en la nuestra, en
la componente, si tuviese yo conciencia de todo lo que en mi organismo corporal pasa, sentiría pasar por mí al
Universo, y se borraría tal vez el doloroso sentimiento de mis límites. Y si todas las conciencias de todos los
seres concurren por entero a la conciencia universal, esta, es decir, Dios, es todo.
En nosotros nacen y mueren a cada instante oscuras conciencias, almas elementales, y este nacer y morir de
ellas constituye nuestra vida. Y cuando mueren bruscamente, en choque, hacen nuestro dolor. Así en el seno
de Dios nacen y mueren -¿mueren?- conciencias, constituyendo sus nacimientos y sus muertes su vida.
Si hay una Conciencia Universal y Suprema, yo soy una idea de ella, y ¿puede en ella apagarse del todo idea
alguna? Después que yo haya muerto, Dios seguirá recordándome, y el ser yo por Dios recordado, el ser mi
conciencia mantenida por la Conciencia Suprema ¿no es acaso ser?
Y si alguien dijese que Dios ha hecho el Universo, se le puede retrucar que también nuestra alma ha hecho
nuestro cuerpo tanto más que ha sido por él hecha. Si es que hay alma.
Cuando la compasión, el amor, nos revela al Universo todo luchando por cobrar, conservar y acrecentar su
conciencia, por concientizarse más y más cada vez, sintiendo el dolor de las discordancias que dentro de él se [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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