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expresaba miedo. Y, por encima de todo, el hedor del perro.
Este último aroma no era tan terrible como el que emanaba del cofre que había en casa
de Sam Quain. Sin embargo, le producía náuseas. Le dejaba helado de un terror más
antiguo que la misma Humanidad. Y le llenaba de odio racial. El pelo se le puso de punta
y arrugó el hocico enseñando los dientes. Juntó las patas, retuvo el aliento y se replegó
sobre sí mismo para hacer frente al eterno enemigo.
Rowena Mondrick salió con el perro sujeto de la cadena. Se paró, mayestática, en su
bata de seda negra, como una estatua grande y severa. La luz de una lámpara hacía
brillar el broche de plata del cuello, el brazalete y los anillos, también de plata maciza.
Pero además la luz producía destellos en la punta afilada de la daga que llevaba en la
mano.
- Ayúdame - susurró la loba blanca -. Ayúdame a destruirla.
Aquella frágil y ciega mujer que llevaba una daga en la mano y en la otra la cadena de
su perro, había sido amiga suya. Pero pertenecía a la especie humana y Barbee se
agazapó junto a la loba blanca. Con el vientre pegado a la tierra, ambos avanzaron sobre
su presa.
- Voy a intentar sujetarle el brazo - le dijo la loba al oído -. Tú sáltale a la garganta
antes de que pueda servirse del puñal de plata.
Rowena Mondrick esperaba en el oscuro dintel de la puerta. Tras ella, lentamente, los
paneles volvía a ser reales y sólidos. El perro gruñía y pugnaba por desasirse de la
cadena, pero ella le retenía enérgicamente por el collar claveteado de plata. El rostro
delgado y pálido de la ciega denotaba tristeza y ansiedad. Al contemplarla así, con la
cabeza erguida, Barbee tuvo la desconcertante impresión de que los negros cristales de
las gafas le veían, de que le estaban viendo a él.
Efectivamente:
- Wil Barbee - dijo la ciega -. Sabía el peligro que te amenazaba. Intenté prevenirte y
armarte contra esta astuta bruja, pero no creí que tardaras tan poco tiempo en olvidar tu
humanidad.
Barbee sintió que le invadía una espantosa vergüenza. Se volvió hacia April para lanzar
un gemido, pero vio un gesto feroz de los blancos colmillos desenvainados y guardó
medroso silencio.
- Estoy verdaderamente afligida - continuó pausadamente Rowena - porque hayas
tenido que ser tú. Pero sé que has sucumbido a la sangre negra que hay en ti. Siempre
confié en que lo superarías. No todos los que tienen sangre son brujos, Will. Yo lo sé muy
bien. Pero creo que me he equivocado contigo... Sí, sé que estás aquí, Will - le pareció
ver temblar la mano crispada en el puñal de plata que ella misma había tallado y mimado,
pues anteriormente había sido un cuchillo de mesa - y sé lo que buscas... Sé muy bien lo
que quieres... Pero a mí no se me puede matar fácilmente.
Pegada al suelo, la loba sonrió a Barbee y avanzó;
- ¿Listo? - preguntó al lobo gris -. Cuando le atrape el codo... ¡Adelante! ¡Por el Hijo de
la Noche!
Saltó sin ruido. Su delgado cuerpo dibujó un rayo blanco en la sombra y sus relucientes
colmillos atraparon el brazo de la ciega. Barbee, atento al puñal de plata, sintió de repente
una negra oleada de salvajismo, una cálida sed de sangre roja y dulce.
- No, Will - gritó Rowena entre sollozos -. Tú no puedes hacer esto.
El lobo contuvo la respiración para saltar.
Pero Turco había lanzado un rugido de alarma. Rowena Mondrick soltó el collar y
retrocedió apuñalando en el aire con el cuchillo de plata.
La loba dio un salto en el aire y esquivó el puñal. Pero los pesados brazaletes de la
ciega la golpearon la cabeza. La loba cayó, temblando bajo el golpe que acababa de
recibir, y el enorme perro aprovechó la ocasión para saltarle a la garganta. Ella se
retorció, impotente, entre los colmillos del perro, y sus músculos se aflojaron con un
gemido. Este gemido liberó a Barbee de la lástima que le quedaba por Rowena. Saltó con
los colmillos desnudos sobre Turco y le desgarró el cuello, pero tropezó con los clavos de
plata del collar. Al contacto con el frío metal, sintió un dolor paralizante. Retrocedió,
sintiéndose enfermo por el horrible contacto.
- ¡No la sueltes! - gritaba Rowena.
Pero el perro ya había soltado a la loba para poderse defender del ataque de Barbee.
April, maltrecha y vacilante, se apartó de la lucha.
- Vámonos, Barbee - dijo -. Esta mujer tiene demasiada sangre nuestra. Es más fuerte
de lo que yo me esperaba. No podemos vencerlos a ella, a la plata y al perro juntos.
Y echó a correr por el césped.
Barbee la siguió como un rayo.
La ciega también les siguió con pasos rápidos, llena de confianza en sí misma. Terrible.
Las luces de la calle se reflejaron, frías, sobre el broche y los brazaletes, y pálida sobre la
hoja de plata que blandía en el aire:
- ¡Corre, Turco! - gritaba -. ¡Mátalos!
La loba blanca y el lobo gris huyeron juntos y llegaron a la calle desierta que conducía
al silencioso campus. Barbee se sentía agitado y dolorido por la plata con que habían
tropezado sus quijadas. Se daba cuenta de que el perro pastor le iba a alcanzar. Cada
vez se oían más cerca sus ladridos salvajes y los gritos malvados de la vieja. Y se volvió
para plantar cara por última vez.
Pero la loba blanca había tomado la iniciativa por su cuenta. Corrió hacia el perro y lo
atrajo hacia sí. Turco se lanzó tras ella, que danzaba ante él, le hacía quiebros y se
burlaba imitando sus ladridos. Así, astutamente, le condujo en dirección a la calzada de
detrás del campus.
- ¡Cógelos y vuelve! - gritaba la vieja -. ¡Vuelve!
Barbee se sacudió e inició una maniobra de retirada. La loba y el perro habían
desaparecido de su vista, pero aún flotaban sus olores. A lo lejos, aún resonaba el ladrido,
pero ya expresaba desengaño y falta de ardor.
La ciega, obstinada, seguía corriendo detrás de Barbee.
Se distanció de ella una manzana de casas y se volvió para verla de lejos. La vieja
llegó a una avenida que cruzaba la helada extensión de césped. Sin duda, los cristales
negros ya no la guiaban, pues tropezó con el bordillo y cayó cuan larga era sobre el
pavimento.
Barbee sintió un arranque de lástima. Esa caída imprevista debía haberla dejado
maltrecha. Pero se levantó y reanudó la persecución. La claridad de las estrellas
reverberaba en la punta del cuchillo y Barbee cambió de dirección lanzándose en pos de
los mezclados olores de la loba y el perro. Volvió a pararse junto al semáforo de Center
Street y vio que la ciega había quedado muy atrás. De pronto, apareció un automóvil
solitario y Barbee se puso a correr como loco, huyendo del resplandor de los faros, que le
resultaba insoportable. Se escondió como pudo en una bocacalle hasta que desapareció
el coche. Cuando volvió a mirar atrás ya no pudo divisar a Rowena.
El lastimero ladrido del perro pastor se había apagado o era muy lejano. Ahora, el lobo
gris se encontraba en el centro del fragor de las máquinas, entre silbidos del vapor y
ritmos de acero en la estación. Consiguió sin embargo no perder la pista y la siguió hacia
el este, a través de un dédalo de callejas, hasta la vía.
Olía a grasa de máquinas, a ceniza seca, a creosota, todo ello diluido en la acre
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